Viaje a mí.

Volver a la ciudad donde crecimos siempre trae una mezcla de emociones que tienden a enfrentarse entre sí. Uno regresa a esos sitios que lo formaron, que para bien o para mal marcan la pauta de cómo aprehenderá los espacios por el resto de su vida. Los buscamos en cada nuevo lugar al que llegamos, o los rechazamos y huimos de ellos. Sin embargo la marca permanece.

En octubre tuve la oportunidad de realizar un viaje a México y pasar unos días en Monterrey. En esta vuelta una nueva visión de la ciudad plagó mi estancia. Me fui hace casi 3 años (que se han sentido como 3 segundos) renegando de todo lo que representaba la urbe. Cansado de su ritmo de vida, de su rechazo a la cultura, de su sociedad más propia de un pueblo que de una ciudad, decidí irme y tratar de no voltear mucho atrás. Al regreso me he encontrado vagando por los lugares de antes, retomando mis pasos (aunque probablemente nunca dejé de caminarlos), y poco a poco la memoria fue haciendo de las suyas, la sinapsis encontró su ruta (esos caminos mentales) y comencé a sentirme en casa. Todo cae en su lugar y se siente bien, quizá demasiado bien.

Este momento de catarsis sucedió mientras realizaba uno de mis viejos recorridos en el centro de la ciudad. Monterrey tiene un profundo odio al peatón, y se ha esforzado por hacerle la vida imposible a quien no cuenta con un auto para trasladarse en el infinito caos vial que es la zona metropolitana. Es también una ciudad acéfala, dispersa, y fragmentada, donde cada una de sus partes hace lo que quiere y la comunicación entre ellas se da en términos económicos y no sociales. Por esto, encontrar lugares con una imagen urbana clara es difícil.

Desde que descubrí mi curiosidad por recorrer y descubrir la ciudad (la prehistoria del flâneur), el centro de la Monterrey, en específico el área que va de Plaza Hidalgo cruza la Macroplaza y llega las primeras cuadras de Barrio Antiguo, me ofrecieron la oportunidad de ir creando un mapa mental claro. 

Regresar y volver a encontrar esas caras que pertenecen al espacio ya. Los boleros en Plaza Hidalgo (y la memoria de aquel que un día desapareció), el vendedor de periódicos, las camareras del Sanborns, los músicos callejeros, viejos conocidos que para ellos no soy más que otro transeúnte. Sin embargo ellos son quienes anclan la imagen al espacio. Una imagen-oxímoron donde todo ha cambiado pero es lo mismo. Un espacio contradictorio, donde el individuo lucha por permanecer ante el incesante cambio impuesto por el progreso obsceno de Monterrey. La forma del lugar podrá cambiar, o seguir igual, pero son las personas quienes lo completan. 

Fue así como mi mirada dejó atrás el cinismo y el rechazo, y me ofreció una tregua. 

Monterrey siempre va a estar ahí, en lo real y en lo imaginario. Al final, quizá le deba más de lo que me gustaría aceptar.

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